domingo, 18 de outubro de 2009

Pelamordedeus!!!!

Marqueteiros de plantão (e outros profissionais metidos a "falar bonito e difícil"):

Por favor,

"possuir" nem sempre é sinônimo de "ter" (você possui uma gripe?!?!?!?) e "incluso", no velho e bom português, é o dente de siso das vossas digníssimas mamães! Vamos ressuscitar o bom e velho "incluído" e deixar o incluso para os hispanohablantes?

Este papo continua em breve (afinal, hoje é domingo, pede cachimbo, o cachimbo é de ouro, ... zzzzzzzzzz) e está aberto a pitacos gerais!

sexta-feira, 16 de outubro de 2009

ATACAMA – El desierto protector

La arqueóloga dijo – pase a esa salita, que enseguida vuelvo -. Le obedecí y entré en el pequeño recinto que me indicaba. No había nadie. Me senté en una de las sillas dispuestas alrededor de la mesa ratona con un cactus en el centro. Un cenicero y un viejo periódico eran mis únicas compañías. Pero, cuando miré a mi alrededor reparé en el engaño: había alguien más.

El espacio tenía dos ventanas. La del lado izquierdo daba a un patio interior desprovisto de cualquier objeto. Desde mi sitio, se veían dos puertas que desembocaban en él; nada de raro, probablemente fueran de otras tantas dependencias que formaban parte de aquel pequeño edificio. El espectáculo de interés lo ofrecía la ventana del lado derecho, que daba a un salón con una gran claraboya por la que se filtraba la intensa claridad del día.

Para no parecer indiscreto me limité a observar aquel pequeño grupo humano con el rabillo del ojo. Eran cuatro indios vestidos a carácter, como tantos otros que ya había visto a lo largo de un viaje anterior por Bolivia y Perú. Alcancé a distinguir una mujer, al parecer anciana, aunque para nosotros resulta particularmente difícil hacernos idea de la edad de esta gente. Diría que, en general, aparentan más años de los que realmente tienen. Los sufrimientos e inclemencias del entorno y la desprotección y abandono en que viven les dejan señales en el cuerpo. Son marcas indelebles; especialmente en la piel. En la gente del altiplano esa fina película que nos recubre se asemeja más a un pergamino que propiamente a una piel. La extrema sequedad ambiente, junto a la intemperancia del sol y los vientos, se confabulan para dar a su epidermis una apariencia de cartón, o de papel de embalar, más que de cutis.

Al lado de la señora se sentaba un niño que parecía tener unos doce años y en la pared de enfrente un hombre de edad también indiscernible; junto a él una niña que aparentaba unos quince años. Todos estaban sentados en el suelo. No se les veían las piernas; se adivinaba que las tenían cruzadas debajo de sus vistosas mantas de intenso colorido, con predominio azul y rojo. Llevaban la cabeza cubierta. La mujer con un sombrero de fieltro de ala angosta de color gris, rodeado por una cinta con motivos geométricos. El hombre, un iluchu en punta y con orejeras, tejido en lana de llama sin teñir, luciendo el color beige natural a dos tonos; también adornado con motivos locales, descriptos por contornos de lana más oscuro, sobre un fondo claro. La niña, en la línea de la mujer, con un pequeño sombrero de ala estrecha, de paja, en color natural y con una tirilla con cuatro pequeñas borlas verdes y rojas. El muchacho tenía la cabeza descubierta, que dejaba ver el pelo negro opaco apenas un poco más oscuro que el color de la tierra.

Todos miraban al suelo, con su proverbial actitud de concentración y recogimiento, al menos en las ciudades donde se mezclan con los blancos. Los hombros y la columna, levemente inclinados hacia adentro y adelante completaban el gestual a que tan acostumbrados estamos. No cruzaban palabra. Parecía que hasta que alguien no interfiriera en esa escena de inmovilidad y silencio nada se iría a alterar.

Mi embelesamiento duró poco. La arqueóloga volvió minutos después y dijo: - venga, pase al salón donde tenemos la mayor parte de los fardos funerarios -. Después de lo cual me indicó que saliera por la misma puerta por la que había entrado.
- Un segundo - interrumpí. ¿Qué hace esa gente ahí, esperan a alguien?
La antropóloga soltó una carcajada: - ¿y por qué no se lo preguntó a ellos?, hubiera bastado con abrir la ventana y hablarles- respondió.
- Es que me inhiben- repliqué. No me atrevo a interrumpir a esta gente, que pareciera estar siempre soñando, o en éxtasis.
- Mejor, no le hubieran respondido, contestó risueñamente. Son fardos funerarios-.

La mujer aguardó los segundos que precisé para salir de mi estupor, pasados los cuales, señaló: - adelante -, mientras abría la puerta de un salón de unos ocho metros de largo por cuatro de ancho. Allí, la conmoción por el espectáculo que al que acababa de asistir se amplificó. Conté dieciocho cuerpos entre hombres, mujeres y niños. La mayoría en idéntica posición y con similar indumentaria a los que acababa de ver. Algunos estaban aún medio envueltos en arpillera o tejido similar; según la arqueóloga era el envoltorio en el que habían sido hallados, de ese modo sus descendientes los guardaban y conservaban después de muertos. El resto lo consumaba la aridez del desierto, los disecaba como sucede con las verduras de las sopas deshidratadas. Habría sido la envidia del mejor museo de cera de los varios que he conocido. Daba hasta miedo mirarlos porque --a pesar de saberlos muertos- salvo por su reconocida timidez y ensimismamiento parecía que alguno me podría llegar a preguntar qué hacía allí. No sé si por respeto o por miedo - quizá por una mezcla de ambos - contuve la respiración.


Habíamos salido de Calama, al norte de Chile, extenuados por el intenso calor sufrido durante la visita a la mina de Chuquicamata. Desgarradora herida abierta en la superficie desde donde hace siglos se le viene pidiendo a la Tierra un interminable tributo en cobre. La voracidad de las excavaciones y la intensa circulación de camiones que transportan el mineral en bruto, dejan una dolorosa sensación de implacable pillaje en un cuerpo violado y ultrajado.

Un periódico local había llamado nuestra atención con la noticia de que un grupo de arqueólogos acababa de encontrar en medio del desierto, muy cerca del oasis de San Pedro de Atacama, un número aún indeterminado de cuerpos de antepasados indios extraordinariamente bien conservados bajo la forma de fardos funerarios. Serían del período precolombino. Y acompañaba la noticia una imagen fotográfica de pésima calidad, que insinuaba una figura sentada a la que se le había retirado la cubierta que llevaba, en forma de pera, confeccionada en arpillera o material similar.

No iríamos a tener otra oportunidad de conocer algo tan especial, al menos en el aspecto arqueológico. Así que decidimos tomar el autobús que hacía el circuito Calama - Oasis de San Pedro de Atacama.

El vehículo traqueteaba suavemente sobre el ripio que, según promesas gubernamentales, en poco tiempo iría a convertirse en asfalto. Quizá me despertó la sed, quién sabe fuera el intenso calor. Precisamente en ese momento el chofer conectó el altavoz para informar al pasaje que la temperatura era de 45ºC. No sabía cuánto camino habíamos recorrido. Ya no se avistaba la característica vegetación inicial –gramíneas, líquenes y cactus- que separa la tierra habitada por hombres, plantas o animales del espacio que puede llamarse con alguna propiedad desierto absoluto.

Ni una brizna de viento, ni una planta. Las dunas no parecían reales sino pintadas de una vez y para siempre, sólo quebradas por montañas que también se diría que están allí desde el origen del universo. Semejante aridez e inmovilidad me incomodaron, produciéndome una sensación de extrañamiento, como de muerte personal, por lo que estiré la vista por la ventanilla para detectar alguna forma de vida, por primaria que fuese. Después de cierta insistencia conseguí avistar unos desamparados líquenes que buscaban protección bajo la sombra de una pequeña formación pedregosa que parecía flotar en aquel mar de arena. En poco tiempo la carretera pasaría por las estribaciones de ese accidente geográfico, lo que me permitiría apreciar de cerca la paupérrima vegetación que, en medio a aquella desolación, sería un consuelo para el desasosiego que comenzaba a arrinconarme.

Mientras aguardaba la llegada del escenario prometido, me empeñé en encontrar algún otro que entretuviera mis sentidos, cada vez más ávidos de algo reconocible en aquel mundo sin señales. Nada. Ni a izquierda ni a derecha cualquier indicación de vida. Ni la más mínima gramínea o liquen, ni vestigios de ellos. Nada.

Me aliviaba pensar en la proximidad de aquellos líquenes, intuidos más que vistos, que a esta altura empezaban a transformarse en una obsesión que me confirmara que estaba vivo. Porque los pasajeros parecían tan muertos como el paisaje. La mayoría dormía, amodorrados por el inenarrable calor y los pocos que permanecían en un estado que podría llamarse más de letargo que de vigilia, estaban como yo, idiotizados, con la mirada en blanco. Como cadáveres cabeceantes que hubieran sido depositados en los asientos y de allí no se moviesen.

Por fin el vehículo llegó al ansiado pedregal. Apoyé el rostro en la ventana hirviente –tuve que retirarlo enseguida- para contemplar los líquenes. ¿Qué líquenes? Azorado, verifiqué que no se trataba más que de una ilusión óptica. Un capricho calcáreo había dibujado en la piedra una figura que, de lejos, podría causar la impresión de ser una pequeña planta. De cerca, la cruda realidad se imponía; eran apenas manchitas de diferente tonalidad en la interminable formación rocosa.

Para conjurar mi agobio intenté pensar en algo. Evoqué anécdotas y situaciones vividas recientemente. Proseguí con otras más distantes. Pero, a los pocos se me volvió a instalar una inquietud indescifrable. Reparé entonces en la mujer que dormitaba a mi lado. Mi mujer. En cómo nos habíamos conocido, en las complicidades que tejíamos y en los desacuerdos que nos separaban. Y en cómo éramos dos seres únicos, y solos, como todo el mundo. Y no me dio tristeza percibir ese hecho. Entonces pensé que otras mujeres podrían estar ocupando ese asiento. Y otros hombres – que no yo - a su lado compartiendo esta extraña aventura.

Compartir. Esa palabra me sonó más extraña que nunca. Pensé en su sentido más intrínseco: dividir con alguien. Y, en aquel silencio absoluto, sólo roto por el ronroneo del motor, de los bártulos en la bodega de equipajes y por las inspiraciones profundas de los durmientes, sin proponérmelo, se me empezó a imponer un sentido – habitualmente oculto - de la vida y de nuestras experiencias más entrañables. Y la deliciosa soledad en que ellas se consagran se hizo mi amiga. Y viajé en itinerarios que no conocía ni generaba y que se me adherían con la maleabilidad y volatilidad de las hojas que caen durante el invierno, tejiendo alfombras multicolores en el piso. Así me sentí, como el suelo de una plaza sobre cuya superficie lloviera profusión de hojas, cada una en una posición, con un reticulado diferente, con su propia forma y peso. Todas distintas, únicas. Y supe que si me hubiera tocado vivir en esas latitudes, mi mirada y mi cuerpo probablemente habrían tenido la misma impronta de aquellos collas y aymaras, que tan ajenos y extraños hasta ahora me habían parecido. Y que no hubiera tenido futuro. Y sí pasado y también presente, y que no habría tanta distancia entre estos dos. Y que esos pedregales y ese mar de arena entonces serían mi mundo.

Me quité el reloj de la muñeca. No quise enterarme de cuánto hacía que habíamos salido de Calama para deducir lo que faltaba para arribar al oasis. No quería llegar, sino quedarme en ese continuum donde nada de lo que acaecía había pasado antes. Y supe que éste era el verdadero tiempo, la noción que no depende del espacio para liberar el sentido de lo que guarda. Ya ni miraba hacia el exterior, sabía que encontraría el mismo panorama inerte, sólo que ahora ya no me resultaba hostil sino la condición de posibilidad de que emergieran nuevas revelaciones, que sólo existirían a condición de que mis ojos no pudieran ver, no consiguieran reconocer cualquier cosa exterior que interfiriera en ese mecanismo azaroso y lo sustituyese por el hábito de encontrar algo familiar. Y pensé que ser ciego quién sabe no fuera algo tan terrible.

Miré entonces –sin ver—hacia adelante, por sobre la cabeza del chofer. Navegaba en un vacío inmóvil y proteico, aún más terminante que el cielo de los astronautas, poblado por estrellas y satélites en movimiento, por más leve que éste sea. Hasta que una nueva ilusión óptica se instaló por sorpresa ante mis ojos. Un exiguo puntito se posó en el parabrisas del autobús. Otra vez mi psiquis demanda reconocer algún objeto pensé, e intenté averiguar el nombre que mi fantasía le iría a poner al espejismo.

La voz del chofer por el altavoz desveló el enigma: --ese punto negro que se ve a lo lejos es el oasis de San Pedro de Atacama. Llegaremos en una media hora. Ahí sentí que lo mejor del viaje llegaba a su fin.


- Puede sacar alguna foto si quiere- dijo la arqueóloga. En breve no se va a poder, pero como premio a su esfuerzo de venir hasta aquí, le autorizo a hacerlo-.

Le agradecí y dispensé la distinción. Aquellos muertos merecían no ser perturbados. Seguro que a sus descendientes, que se veía pasar por las polvorientas calles del oasis, no les gustaría que entrásemos en su mundo, tan eterno como el desierto que los protegía.


Alberto Azcárate
(Sucedió en el desierto de Atacama en noviembre de 1980. Evocado en Madrid, en julio de 2009)

sexta-feira, 9 de outubro de 2009

A poesia é sempre inesperada

O livro me chegou às mãos através de uma menina de 12 anos, que provavelmente não o leu. Intitulado "Lírios no Deserto" (ed. Oficina, 2009), traz poemas de Eurídice Hespanhol. Dela só sei que mora aqui em Santa Maria Madalena, interior do Estado do Rio de Janeiro, e é parente de alguém que a tal menina conhece.

Depois de alguns dias, finalmente abri o volume. E aí veio a surpresa. É poesia da boa. Vejam se concordam,
Terezinha Costa.


Eu almoço sonetos,
de sobremesa uma trova.
Bebo tercetos,
lancho haikais.
Derramo na xícara
rimas de sonhos...
Sinto no rosto
a brisa leve de um
dodecassílabo inusitado...
Aborto todas as métricas,
dissimulo réplicas...
E à noite
embriago-me
com todos os goles
de versos livres,
da forma mais sã.

Porque poesia
tem que ter todo dia
e ainda sobrar pro café da manhã.

(Satisfação, Eurídice Hespanhol)

Nas palavras penso chegar onde quero.
Viajo, navego, me entrego...
É um jogo,
mas não de palavras,
de passar anéis,
de pique alto e pique baixo...
De infância plena...
Um amor bobo,
um amor de batatinha frita,
um,
dois,
três...
Por isso eu te amo
como quem brinca
de inaugurar romances,
de passear no bosque,
encontrar o lobo mau.
E nunca,
nunca ser a chapeuzinho vermelho,
nem a vovó ou a mãe.

Não és o lobo,
muito menos o caçador...

Eu sou a cesta de doces,
tu és o cãozinho
que acompanhava a menina.
Pronto,
acabou a história...

(Palavras, Eurídice Hespanhol)