domingo, 20 de dezembro de 2009

O assassinato do português
(continuação II)

Enquanto sacolejava na ambulância, o cinquentão, sem entender muito bem se estava acordado ou delirando, ouvia as vozes dos paramédicos, mas às vezes elas lhe pareciam vir de atendentes de telefônicas, TV a cabo, banda larga...
"Fique calmo, senhor. Nós vamos estar providenciando a checagem dos seus sinais."
Mesmo estrebuchando, ele ainda conseguiu pensar: "Mas, afinal, vão checar ou não vão?"


O pior, porém, ainda estava por vir — e justamente no hospital! Ali, algumas pessoas diziam coisas incompreensíveis (ou ele estaria perdendo de vez a consciência?!?).
"Vamos fazer uma eficientização deste atendimento!"
"Mas sem partir para a experimentabilidade!"
"Que tal uma análise integrada de uma micro-simulação com um modelo de equilíbrio geral computável do organismo do doente?"
"Hum-hum."
"Você está de boca cheia? Isso lá é hora de matar a sua famelibilidade?"
"É só um biscoitinho que a enfermeira Suélen me deu. Tem uma crocância..."

Ninguém notou os violentos espasmos do paciente.
(continua)

sábado, 19 de dezembro de 2009

O assassinato do português
(continuação I)

Do outro lado do balcão, a balconista da farmácia olhava-o atordoada. Um rapaz alto e magro, que aguardava a vez de ser atendido, agachou-se junto ao homem estendido no chão e decretou: “Ele precisa de um médico.”

A balconista saiu do estupor. “Vou estar chamando uma ambulância”, disse rapidamente. Sacou um celular do bolso do jaleco e fez a chamada. A essa altura, a vítima babava. Um fio de saliva escorria-lhe pelo canto da boca e descia até o assoalho, onde começava a formar uma poça.

Do outro lado da linha, a atendente do serviço médico de urgência disse alguma coisa. A moça da farmácia repetiu o que ouvira: “Cinco minutos? A ambulância vai estar chegando em cinco minutos? Ótimo!” No chão, a poça de baba aumentou.

Foram quatro minutos, na verdade. Dois paramédicos entraram, carregando uma maca, que desdobraram em gestos rápidos e precisos. Um deles perguntou o que acontecera. A balconista relatou o pouco que sabia: “Ele estava falando comigo e de repente caiu no chão estrebuchando. Não sei o que houve.” O paramédico fez um sinal ao colega, para ajudá-lo a colocar o homem na maca.


Enquanto ajustavam as correias que imobilizavam a vítima, conversavam. O que falara antes começou: “Rapaz, você viu na TV a notícia do garotinho que possuía 50 agulhas enfiadas no corpo? Que barbaridade, hein?!” O outro sacudiu a cabeça em assentimento. O primeiro retomou: “O médico que está cuidando do menino apareceu no Jornal Nacional. Ele disse que a trajetória das agulhas indica uma intenção fatal.” O outro voltou a sacudir a cabeça: muito mal-intencionadas mesmo aquelas agulhas. Na maca, o doente revirava os olhos.
(continua)

sexta-feira, 18 de dezembro de 2009

Boas Festas!

A mensagem é do Estadão, mas o Mario assinaria embaixo!
http://www.youtube.com/watch?v=Ocnbhq37PD4

O assassinato do português


Proposta de criação coletiva (coletivo está na moda, pessoal!): ajude a contar esta dramática história!
E aproveite para dar vazão à sua "criativibilidade"!!! Pode ser tão emocionante como "descobrir pela primeira vez", como diz um reclame.


O cinquentão caminhava tranquilo, sem tremas, quando passa na porta da farmácia e lembra que está precisando comprar umas coisinhas. Chega ao balcão e pergunta à mocinha de jaleco: "Por favor, onde ficam os dentifrícios?"
"Hein?!?"
"Os dentifrícios."
"Aqui não vendemos esse negócio, não. O que é isso?"
"Aquele produto para escovar os dentes, ora! Toda farmácia tem!"
"Ah... pasta de dente! Fica naquela prateleira ali e a marca que tem mais refrescância é a..."
O homem começa a ter o que parece ser uma convulsão e a mocinha, acostumada ver o Jornal Nacional, pergunta a um colega: "Será que ele corre risco de morte?"
O homem estrebucha violentamente.
(continua)

quarta-feira, 16 de dezembro de 2009

ELEGÍ A MARIO (tuve la suerte)

a mario merlino, por mago (Adrián Valenciano*)

No me llora ya la sangre
al verte enmudecido,

ahora encuentro en mi mano
tu yo acaecido.
(lo contrario del llanto)

menor, menor hasta la médula
creíste al verme

menor, menor hasta la médula
supe al verte

Tu presencia creciente, firme,
cálida y ligera cual columpio,

y tu voz, esa voz rugosa, ondulada
y llena de azulados,

de vivos azúcares, de olas transparentes,
esa voz que me talla hábitos por dentro,

me talla en decisiones, me talla los valores,
me talla en silencio pero me talla,

porque tú eres para mí, recuerdo sonoro y bullicioso
que dará por siempre intensísimos coletazos.

* O autor, Adrián Valenciano, era amigo de Mario Merlino e vive em Istambul

terça-feira, 15 de dezembro de 2009

Homenagem dia 17



HOMENAJE A MARIO MERLINO
POETA, PERFORMANCER Y TRADUCTOR

PREMIO NACIONAL DE TRADUCCIÓN, PRESIDENTE DE ACE TRADUCTORES, CODIRECTOR DE LA REVISTA VASOS COMUNICANTES


JUEVES 17 DE DICIEMBRE, A LAS 19,30 h. SALA RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA. CIRCULO DE BELLAS ARTES. MADRID



compusierase el amor de todas esas cosas que no arden


Intervendrán:

ROGELIO BLANCO, Director General del Libro, Archivos y Bibliotecas, MARI PEPA PALOMERO, coordinadora de El Trujamán del Centro Virtual del Instituto Cervantes. JUAN MOLLÁ, Presidente de CEDRO y ACE, ANDRÉS EHRENHAUS, vicepresidente de ACE traductores, MARÍA TERESA GALLEGO, presidente en funciones de ACE Traductores, ISABEL GRAÑIEDA, concejala de Cultura de las Rozas,RUTH GABRIEL, actriz, JORGE DE LA HIDALGA, JESÚS GIRONÉS, ALMUDENA MORA Y JAVIER GURRUCHAGA,

y los poetas y escritores:

ANA ROSSETTI, NONI BENEGAS, MARIA ANTONIA ORTEGA, PILAR GONZÁLEZ ESPAÑA, JOSE Mª PARREÑO, JOSÉ LUIS REINA PALAZÓN, GRACIELA BAQUERO, CARMEN POSADAS, JOSÉ TONO MARTINEZ, JESÚS MARCHAMALO Y EDUARDO MENDICUTTI.


Se proyectará la performance realizada por Mario Merlino en la presentación de ST Libro Objeto, en el Ojo Atómico de Madrid, 2004.(grab Laura Amigo-Antonia Valero)

domingo, 18 de outubro de 2009

Pelamordedeus!!!!

Marqueteiros de plantão (e outros profissionais metidos a "falar bonito e difícil"):

Por favor,

"possuir" nem sempre é sinônimo de "ter" (você possui uma gripe?!?!?!?) e "incluso", no velho e bom português, é o dente de siso das vossas digníssimas mamães! Vamos ressuscitar o bom e velho "incluído" e deixar o incluso para os hispanohablantes?

Este papo continua em breve (afinal, hoje é domingo, pede cachimbo, o cachimbo é de ouro, ... zzzzzzzzzz) e está aberto a pitacos gerais!

sexta-feira, 16 de outubro de 2009

ATACAMA – El desierto protector

La arqueóloga dijo – pase a esa salita, que enseguida vuelvo -. Le obedecí y entré en el pequeño recinto que me indicaba. No había nadie. Me senté en una de las sillas dispuestas alrededor de la mesa ratona con un cactus en el centro. Un cenicero y un viejo periódico eran mis únicas compañías. Pero, cuando miré a mi alrededor reparé en el engaño: había alguien más.

El espacio tenía dos ventanas. La del lado izquierdo daba a un patio interior desprovisto de cualquier objeto. Desde mi sitio, se veían dos puertas que desembocaban en él; nada de raro, probablemente fueran de otras tantas dependencias que formaban parte de aquel pequeño edificio. El espectáculo de interés lo ofrecía la ventana del lado derecho, que daba a un salón con una gran claraboya por la que se filtraba la intensa claridad del día.

Para no parecer indiscreto me limité a observar aquel pequeño grupo humano con el rabillo del ojo. Eran cuatro indios vestidos a carácter, como tantos otros que ya había visto a lo largo de un viaje anterior por Bolivia y Perú. Alcancé a distinguir una mujer, al parecer anciana, aunque para nosotros resulta particularmente difícil hacernos idea de la edad de esta gente. Diría que, en general, aparentan más años de los que realmente tienen. Los sufrimientos e inclemencias del entorno y la desprotección y abandono en que viven les dejan señales en el cuerpo. Son marcas indelebles; especialmente en la piel. En la gente del altiplano esa fina película que nos recubre se asemeja más a un pergamino que propiamente a una piel. La extrema sequedad ambiente, junto a la intemperancia del sol y los vientos, se confabulan para dar a su epidermis una apariencia de cartón, o de papel de embalar, más que de cutis.

Al lado de la señora se sentaba un niño que parecía tener unos doce años y en la pared de enfrente un hombre de edad también indiscernible; junto a él una niña que aparentaba unos quince años. Todos estaban sentados en el suelo. No se les veían las piernas; se adivinaba que las tenían cruzadas debajo de sus vistosas mantas de intenso colorido, con predominio azul y rojo. Llevaban la cabeza cubierta. La mujer con un sombrero de fieltro de ala angosta de color gris, rodeado por una cinta con motivos geométricos. El hombre, un iluchu en punta y con orejeras, tejido en lana de llama sin teñir, luciendo el color beige natural a dos tonos; también adornado con motivos locales, descriptos por contornos de lana más oscuro, sobre un fondo claro. La niña, en la línea de la mujer, con un pequeño sombrero de ala estrecha, de paja, en color natural y con una tirilla con cuatro pequeñas borlas verdes y rojas. El muchacho tenía la cabeza descubierta, que dejaba ver el pelo negro opaco apenas un poco más oscuro que el color de la tierra.

Todos miraban al suelo, con su proverbial actitud de concentración y recogimiento, al menos en las ciudades donde se mezclan con los blancos. Los hombros y la columna, levemente inclinados hacia adentro y adelante completaban el gestual a que tan acostumbrados estamos. No cruzaban palabra. Parecía que hasta que alguien no interfiriera en esa escena de inmovilidad y silencio nada se iría a alterar.

Mi embelesamiento duró poco. La arqueóloga volvió minutos después y dijo: - venga, pase al salón donde tenemos la mayor parte de los fardos funerarios -. Después de lo cual me indicó que saliera por la misma puerta por la que había entrado.
- Un segundo - interrumpí. ¿Qué hace esa gente ahí, esperan a alguien?
La antropóloga soltó una carcajada: - ¿y por qué no se lo preguntó a ellos?, hubiera bastado con abrir la ventana y hablarles- respondió.
- Es que me inhiben- repliqué. No me atrevo a interrumpir a esta gente, que pareciera estar siempre soñando, o en éxtasis.
- Mejor, no le hubieran respondido, contestó risueñamente. Son fardos funerarios-.

La mujer aguardó los segundos que precisé para salir de mi estupor, pasados los cuales, señaló: - adelante -, mientras abría la puerta de un salón de unos ocho metros de largo por cuatro de ancho. Allí, la conmoción por el espectáculo que al que acababa de asistir se amplificó. Conté dieciocho cuerpos entre hombres, mujeres y niños. La mayoría en idéntica posición y con similar indumentaria a los que acababa de ver. Algunos estaban aún medio envueltos en arpillera o tejido similar; según la arqueóloga era el envoltorio en el que habían sido hallados, de ese modo sus descendientes los guardaban y conservaban después de muertos. El resto lo consumaba la aridez del desierto, los disecaba como sucede con las verduras de las sopas deshidratadas. Habría sido la envidia del mejor museo de cera de los varios que he conocido. Daba hasta miedo mirarlos porque --a pesar de saberlos muertos- salvo por su reconocida timidez y ensimismamiento parecía que alguno me podría llegar a preguntar qué hacía allí. No sé si por respeto o por miedo - quizá por una mezcla de ambos - contuve la respiración.


Habíamos salido de Calama, al norte de Chile, extenuados por el intenso calor sufrido durante la visita a la mina de Chuquicamata. Desgarradora herida abierta en la superficie desde donde hace siglos se le viene pidiendo a la Tierra un interminable tributo en cobre. La voracidad de las excavaciones y la intensa circulación de camiones que transportan el mineral en bruto, dejan una dolorosa sensación de implacable pillaje en un cuerpo violado y ultrajado.

Un periódico local había llamado nuestra atención con la noticia de que un grupo de arqueólogos acababa de encontrar en medio del desierto, muy cerca del oasis de San Pedro de Atacama, un número aún indeterminado de cuerpos de antepasados indios extraordinariamente bien conservados bajo la forma de fardos funerarios. Serían del período precolombino. Y acompañaba la noticia una imagen fotográfica de pésima calidad, que insinuaba una figura sentada a la que se le había retirado la cubierta que llevaba, en forma de pera, confeccionada en arpillera o material similar.

No iríamos a tener otra oportunidad de conocer algo tan especial, al menos en el aspecto arqueológico. Así que decidimos tomar el autobús que hacía el circuito Calama - Oasis de San Pedro de Atacama.

El vehículo traqueteaba suavemente sobre el ripio que, según promesas gubernamentales, en poco tiempo iría a convertirse en asfalto. Quizá me despertó la sed, quién sabe fuera el intenso calor. Precisamente en ese momento el chofer conectó el altavoz para informar al pasaje que la temperatura era de 45ºC. No sabía cuánto camino habíamos recorrido. Ya no se avistaba la característica vegetación inicial –gramíneas, líquenes y cactus- que separa la tierra habitada por hombres, plantas o animales del espacio que puede llamarse con alguna propiedad desierto absoluto.

Ni una brizna de viento, ni una planta. Las dunas no parecían reales sino pintadas de una vez y para siempre, sólo quebradas por montañas que también se diría que están allí desde el origen del universo. Semejante aridez e inmovilidad me incomodaron, produciéndome una sensación de extrañamiento, como de muerte personal, por lo que estiré la vista por la ventanilla para detectar alguna forma de vida, por primaria que fuese. Después de cierta insistencia conseguí avistar unos desamparados líquenes que buscaban protección bajo la sombra de una pequeña formación pedregosa que parecía flotar en aquel mar de arena. En poco tiempo la carretera pasaría por las estribaciones de ese accidente geográfico, lo que me permitiría apreciar de cerca la paupérrima vegetación que, en medio a aquella desolación, sería un consuelo para el desasosiego que comenzaba a arrinconarme.

Mientras aguardaba la llegada del escenario prometido, me empeñé en encontrar algún otro que entretuviera mis sentidos, cada vez más ávidos de algo reconocible en aquel mundo sin señales. Nada. Ni a izquierda ni a derecha cualquier indicación de vida. Ni la más mínima gramínea o liquen, ni vestigios de ellos. Nada.

Me aliviaba pensar en la proximidad de aquellos líquenes, intuidos más que vistos, que a esta altura empezaban a transformarse en una obsesión que me confirmara que estaba vivo. Porque los pasajeros parecían tan muertos como el paisaje. La mayoría dormía, amodorrados por el inenarrable calor y los pocos que permanecían en un estado que podría llamarse más de letargo que de vigilia, estaban como yo, idiotizados, con la mirada en blanco. Como cadáveres cabeceantes que hubieran sido depositados en los asientos y de allí no se moviesen.

Por fin el vehículo llegó al ansiado pedregal. Apoyé el rostro en la ventana hirviente –tuve que retirarlo enseguida- para contemplar los líquenes. ¿Qué líquenes? Azorado, verifiqué que no se trataba más que de una ilusión óptica. Un capricho calcáreo había dibujado en la piedra una figura que, de lejos, podría causar la impresión de ser una pequeña planta. De cerca, la cruda realidad se imponía; eran apenas manchitas de diferente tonalidad en la interminable formación rocosa.

Para conjurar mi agobio intenté pensar en algo. Evoqué anécdotas y situaciones vividas recientemente. Proseguí con otras más distantes. Pero, a los pocos se me volvió a instalar una inquietud indescifrable. Reparé entonces en la mujer que dormitaba a mi lado. Mi mujer. En cómo nos habíamos conocido, en las complicidades que tejíamos y en los desacuerdos que nos separaban. Y en cómo éramos dos seres únicos, y solos, como todo el mundo. Y no me dio tristeza percibir ese hecho. Entonces pensé que otras mujeres podrían estar ocupando ese asiento. Y otros hombres – que no yo - a su lado compartiendo esta extraña aventura.

Compartir. Esa palabra me sonó más extraña que nunca. Pensé en su sentido más intrínseco: dividir con alguien. Y, en aquel silencio absoluto, sólo roto por el ronroneo del motor, de los bártulos en la bodega de equipajes y por las inspiraciones profundas de los durmientes, sin proponérmelo, se me empezó a imponer un sentido – habitualmente oculto - de la vida y de nuestras experiencias más entrañables. Y la deliciosa soledad en que ellas se consagran se hizo mi amiga. Y viajé en itinerarios que no conocía ni generaba y que se me adherían con la maleabilidad y volatilidad de las hojas que caen durante el invierno, tejiendo alfombras multicolores en el piso. Así me sentí, como el suelo de una plaza sobre cuya superficie lloviera profusión de hojas, cada una en una posición, con un reticulado diferente, con su propia forma y peso. Todas distintas, únicas. Y supe que si me hubiera tocado vivir en esas latitudes, mi mirada y mi cuerpo probablemente habrían tenido la misma impronta de aquellos collas y aymaras, que tan ajenos y extraños hasta ahora me habían parecido. Y que no hubiera tenido futuro. Y sí pasado y también presente, y que no habría tanta distancia entre estos dos. Y que esos pedregales y ese mar de arena entonces serían mi mundo.

Me quité el reloj de la muñeca. No quise enterarme de cuánto hacía que habíamos salido de Calama para deducir lo que faltaba para arribar al oasis. No quería llegar, sino quedarme en ese continuum donde nada de lo que acaecía había pasado antes. Y supe que éste era el verdadero tiempo, la noción que no depende del espacio para liberar el sentido de lo que guarda. Ya ni miraba hacia el exterior, sabía que encontraría el mismo panorama inerte, sólo que ahora ya no me resultaba hostil sino la condición de posibilidad de que emergieran nuevas revelaciones, que sólo existirían a condición de que mis ojos no pudieran ver, no consiguieran reconocer cualquier cosa exterior que interfiriera en ese mecanismo azaroso y lo sustituyese por el hábito de encontrar algo familiar. Y pensé que ser ciego quién sabe no fuera algo tan terrible.

Miré entonces –sin ver—hacia adelante, por sobre la cabeza del chofer. Navegaba en un vacío inmóvil y proteico, aún más terminante que el cielo de los astronautas, poblado por estrellas y satélites en movimiento, por más leve que éste sea. Hasta que una nueva ilusión óptica se instaló por sorpresa ante mis ojos. Un exiguo puntito se posó en el parabrisas del autobús. Otra vez mi psiquis demanda reconocer algún objeto pensé, e intenté averiguar el nombre que mi fantasía le iría a poner al espejismo.

La voz del chofer por el altavoz desveló el enigma: --ese punto negro que se ve a lo lejos es el oasis de San Pedro de Atacama. Llegaremos en una media hora. Ahí sentí que lo mejor del viaje llegaba a su fin.


- Puede sacar alguna foto si quiere- dijo la arqueóloga. En breve no se va a poder, pero como premio a su esfuerzo de venir hasta aquí, le autorizo a hacerlo-.

Le agradecí y dispensé la distinción. Aquellos muertos merecían no ser perturbados. Seguro que a sus descendientes, que se veía pasar por las polvorientas calles del oasis, no les gustaría que entrásemos en su mundo, tan eterno como el desierto que los protegía.


Alberto Azcárate
(Sucedió en el desierto de Atacama en noviembre de 1980. Evocado en Madrid, en julio de 2009)

sexta-feira, 9 de outubro de 2009

A poesia é sempre inesperada

O livro me chegou às mãos através de uma menina de 12 anos, que provavelmente não o leu. Intitulado "Lírios no Deserto" (ed. Oficina, 2009), traz poemas de Eurídice Hespanhol. Dela só sei que mora aqui em Santa Maria Madalena, interior do Estado do Rio de Janeiro, e é parente de alguém que a tal menina conhece.

Depois de alguns dias, finalmente abri o volume. E aí veio a surpresa. É poesia da boa. Vejam se concordam,
Terezinha Costa.


Eu almoço sonetos,
de sobremesa uma trova.
Bebo tercetos,
lancho haikais.
Derramo na xícara
rimas de sonhos...
Sinto no rosto
a brisa leve de um
dodecassílabo inusitado...
Aborto todas as métricas,
dissimulo réplicas...
E à noite
embriago-me
com todos os goles
de versos livres,
da forma mais sã.

Porque poesia
tem que ter todo dia
e ainda sobrar pro café da manhã.

(Satisfação, Eurídice Hespanhol)

Nas palavras penso chegar onde quero.
Viajo, navego, me entrego...
É um jogo,
mas não de palavras,
de passar anéis,
de pique alto e pique baixo...
De infância plena...
Um amor bobo,
um amor de batatinha frita,
um,
dois,
três...
Por isso eu te amo
como quem brinca
de inaugurar romances,
de passear no bosque,
encontrar o lobo mau.
E nunca,
nunca ser a chapeuzinho vermelho,
nem a vovó ou a mãe.

Não és o lobo,
muito menos o caçador...

Eu sou a cesta de doces,
tu és o cãozinho
que acompanhava a menina.
Pronto,
acabou a história...

(Palavras, Eurídice Hespanhol)

segunda-feira, 28 de setembro de 2009

Rua dos Ciprestes, 34


Ao mestre Claudio Ulpiano
(que me ensinou a pensar no acaso dos encontros)


Claro que estava nervoso. Sabia que os detalhes eram importantes e colocou sua melhor roupa. Queimava o terceiro cigarro enquanto aguardava o clássico: ‘pode entrar’, e sua mente percorria obsessivamente o itinerário que o trouxera até ali. Lembrou mais uma vez como tudo tinha começado, dez dias atrás, naquela segunda-feira em que o telefone tocara tão cedo. Era o seu amigo da TV: ‘os produtores gostaram bastante da idéia. Entrega urgente o roteiro e daqui alguns dias conversamos’. O massacre do Carandiru acabara de acontecer e o assunto estava na mídia. ”Periculosidade Máxima” tratava justamente das condições de vida dos detentos desse perfil. Foi até o armário e pegou o envelope; uma irreverente linha cinzenta nas bordas denunciava os dois anos que jazia na gaveta. No mesmo dia o entregou a uma lacônica funcionária: ‘aqui está o comprovante do recebimento do seu texto. Por favor telefone em dez dias para marcar o encontro’.
Isso era tudo. Mas o fato é que ele estava aí, como um adolescente no vestibular, esperando ser sabatinado pelos executivos da TV. A secretária teve que repetir ‘senhor, senhor, por favor, pode entrar!...’ Na sala estava o seu amigo e mais três homens, dois deles não passavam dos trinta anos e o terceiro teria uns cinqüenta.
No íntimo, não o surpreendeu o que ouviu, seria muita ingenuidade pensar que aceitariam tudo assim sem mais. Se recompôs rapidamente e contra-atacou: tudo bem, não era estritamente necessário que aparecessem a polícia, os juizes e os políticos flagrantemente cúmplices com as mazelas do sistema carcerário (encontraria alguma outra maneira de fazer alusões ao tema sem se expor). Só que tirar os dois presidiários artífices das mudanças comportamentais do presídio, era demais. Eles alegaram que os sujeitos eram excessivamente cruentos e ‘endureciam’ o conjunto da história. (pretendiam retratar uma prisão ou um internato de moças!?.., além do que, como faria para dar consistência ao resto do enredo?)
Não arredou pé na defesa dos personagens e foi tão convincente, que os produtores lhe ofereceram uma alternativa: ‘usá-los enquanto fossem necessários’. Fariam parte do argumento até o momento do seriado em que se pudesse criar uma fuga e sumir com eles. Isto iria acompanhado de outras mudanças: se suprimiriam a cena do estupro do jovem tarado e o assassinato de outro detento, fatos protagonizados justamente pelos dois sujeitos em questão. Inconformado, o escritor continuou defendendo a idéia de que, nessas condições, seria muito difícil fazer uma história interessante. De nada adiantaram os seus apelos: ou era assim ou não seria de nenhuma outra maneira; só desse jeito o tema poderia lhes interessar. Falaram com a indissimulada arrogância de quem sabe que está pagando bem pelo trabalho.
Mais uma vez se deparava com o ‘não’ da mídia. Sentiu que seus 46 anos começavam a pesar-lhe. Tudo bem que com 22 tivesse ganho o prémio Philips pelo melhor relato de ficção. Fora ótimo fazer parte daquele grupo de escritores dos anos setenta que não foram coniventes com a ‘nova ordem’. Era muito legal poder se sentar e sonhar com alguma outra história por vir; chegaria como sempre, empurrada pelas tantas que a antecediam e embalada nas nuvens da maconha inspiradora. Mas algo não estava bem, aliás, nada bem. Sentia-se como os dois presidiários a serem suprimidos: fora de cena; apenas era um saudosista, cuja esperança de um mundo melhor se esvaia, junto com a poeira do muro de Berlim.
O tempo passava e fazia muito que ele não tinha algum texto publicado, nem um roteiro aprovado. Um ano atrás o “Jornal da Noite” havia cancelado As “Crónicas do Quotidiano”, e nem sinais de que voltariam a se interessar.
Até quando iria se policiar, em nome de que ética? Ele bem sabia que sempre era possível atravessar a estupidez da mídia e conferir singularidades à obra aparentemente mais banal. Estava na hora de confiar no seu talento e topar o desafio dos novos tempos. A alternativa era clara: ou aceitava o encargo, e se virava para gerar sentidos próprios nas frestas do relato, ou escolhia continuar sendo um joão-ninguém, o eterno anônimo, obra inacabada de dois tempos de signos incompatíveis; ele fora esculpido pelos sonhos dos anos sessenta e vivia espremido pelas urgências dos noventa.
Uma semana depois estava no escritório dos produtores. Entre outras coisas, lhe explicaram que o orçamento era apertado e que deveria evitar ao máximo trabalhar em exteriores, sabido que são um item caro na produção; a história teria que se desenvolver basicamente dentro da prisão. As tomadas externas se limitariam a algumas poucas, restritas à fuga dos dois criminosos e as conseqüentes buscas por parte da polícia. E, por falar em polícia, se lembraram de algo que o deixou maravilhado: lhe ofereceram instalar-se num belo apartamento que tinham acabado de alugar, propriedade de um delegado da Divisão de Homicídios. Estava mobiliado, tinha fax, computador, acesso à Internet e tudo o necessário para um roteirista desempenhar o seu trabalho no mais alto nível. Ficava num canto verde e tranqüilo da Gávea, protegido dos ruídos urbanos. E como se fosse pouco, por ser no térreo, tinha ainda o privilégio de gozar com exclusividade da vista do jardim do prédio, um verdadeiro paraíso. Ali poderia se isolar do seu ambiente quotidiano e seu trabalho, sem dúvida, renderia mais e melhores frutos. É claro que aceitou. Emprestou o seu ruidoso apartamentinho de Botafogo para um ator amigo e mudou-se para Rua dos Ciprestes, 34, térreo.
Começou a trabalhar no cenário da cadeia, tendo o máximo cuidado de não envolver guardas e autoridades. Para trazer o mundo exterior para dentro da prisão, apelou freqüentemente como ‘solução dramática’ a cenas das visitas dos familiares. A TV e o rádio lhe proporcionaram outras vias de contato com a realidade. Uma certa tristeza o tomou no oitavo capítulo ao descrever a fuga dos dois detentos que tanto o haviam ajudado a construir o relato, porém o combinado era isso. Sem empolgação, montou algo que tinha visto inúmeras vezes em filmes americanos: os prisioneiros fugiam escondidos nas enormes cestas de roupa suja que iam à lavanderia, claro está, num prévio ‘arranjo’ com algum guarda, recurso que a produção lhe permitiu utilizar, pois isso acontecia em todo lugar, e não iria ferir as autoridades do país.
Quando terminou o capítulo foi como se alguma coisa a mais fosse embora com aqueles malditos presidiários. Essa manhã parou de escrever por falta de idéias; passou as primeiras horas da tarde olhando o jardim e deixando vagar a imaginação, sem compromisso. O resto do dia também transcorreu em branco. Na manhã seguinte levantou-se com entusiasmo renovado, surpreendentemente o estimulava a sensação de ter que se virar nas novas condições. Assim deixou de pensar nos fugitivos e se concentrou nos outros nove detentos que continuavam no roteiro. Os dois dias seguintes renderam bem, estava satisfeito com o volume de trabalho.
Na terceira jornada fez como de costume, sentou-se para revisar o trabalho, analisá-lo e selecionar os textos definitivos. Levou um susto; se alguém lesse diria que não fora feito pela mesma pessoa. Sua escrita, tradicionalmente enxuta, havia produzido páginas e mais páginas cheias de obsessivos detalhes e excessos narrativos que, sabia muito bem, a linguagem televisiva não comporta, aliás abomina. Inexplicavelmente, os diálogos haviam-se amolecido e as situações dramáticas perdido consistência. Os personagens se esfarelaram e resultavam absolutamente inconvincentes. Um sentimentalismo gosmento substituiu a tensa economia dramática que aparecia até o sétimo capítulo. Porém, ele não era marinheiro de primeira viagem, outras vezes lhe acontecera algo similar. Apelou para o recurso que sempre dera bom resultado: parar. Daria um tempo até que tudo se recompusesse e uma nova dinâmica se instalasse na história. Claro que não poderiam passar mais de três ou quatro dias porque a produção televisiva exigia um rendimento que não dava espaço para muita folga. Como sempre viriam em seu auxílio os talentos de Joyce, Proust, Borges, Balzac, Conrad, e tantos outros em cujos textos se perderia. Falou com os produtores que, naturalmente, entenderam; só manifestaram a sua preocupação quanto aos prazos, mas se mostraram confiantes nele.
Como um ávido garimpeiro, percorreu as páginas dos gênios e abandonou-se a eles. Profussão de contos, descrições, relatos e crônicas povoaram os quatro dias seguintes. Porém, quanto mais lia mais distante ficava das obrigações da sua tarefa. Longe de trazerem soluções, aqueles bruxos o levavam por infindáveis mundos herméticos, indiferentes às suas necessidades. O pior era na hora de deitar; uma obsessão se havia instalado nele desde a primeira noite, só que agora, chegada a quarta, o peso dela lhe resultava insuportável. Mal fechava os olhos e, como um feitiço, apareciam aqueles dos presidiários nas mais diversas situações: tomando o café da manhã, jogando futebol na quadra do presídio, se masturbando, almoçando, brincando com os colegas, batendo neles. Por vezes, olhavam para ele com um ar que lhe gelava o sangue nas veias. Pareciam exigir-lhe uma explicação acerca do seu destino. Haviam-se convertido em fantasmas, e eram fortes demais para sumir e se perderem sem pena nem glória numa fuga inconseqüente. Ficou à beira do desespero. Atordoado, pensou que talvez ainda não fosse tarde demais: falaria com os produtores e tentaria convencê-los da necessidade do retorno dos personagens; sem eles o roteiro naufragaria. Tecnicamente, seria fácil resolver a captura dos fugitivos. O dilema era que havia concordado com as exigências de fazê-los sumir, mas, por outro lado, sem sua presença não era ninguém; estava claro que tinham se apoderado de tal modo da história que ela os reclamava impreterivelmente.
Fazia duas noites que não dormia e a brisa fresca lhe recordou que estava junto de uma floresta úmida e protetora. Para senti-la mais de perto adquiriu o hábito de dormir com a janela aberta. Morto de cansaço se enrolou no cobertor azul, na esperança de poder descansar, alentado pela tímida expectativa de solução que abrigava.
Até agora estava correndo tudo bem. Os policias tinham cumprido a sua parte no trato. A fuga fora tranqüila e, além do mais, lhes forneceram, como combinado, dois revólveres trinta e oito com munição. A grana que os colegas investiram na operação não era pouca, mas estava rendendo. Era de madrugada e o carro corria pela Avenida Brasil deixando para trás e para sempre, disso tinham certeza, Bangu I. Daqui a pouco deveriam assaltar um outro motorista para trocar de veículo, porque aquele otário de quem tomaram este, certamente já teria avisado à polícia. Estavam tão acostumados a isso que a próxima vez seria apenas mais uma, só que agora estavam determinados a tudo. A única hipótese excluída era a de voltar para a cadeia, antes a morte. Uma nova vida os aguardava, a última possível que, por curta que fosse, seria preferível à longa agonia de trinta anos de cadeia.
A primeira coisa era dar conta daquele filho da puta do delegado Darcy, aquele canalha que fazia questão de vê-los atrás das grades. Esta era a terceira vez que a sua teimosia fazia com que acabassem com os ossos na prisão, seria a última. Agora esse solteirão, seguramente brocha, iria ver o que era bom pra tosse. Não fora capaz de segurar uma mulher a seu lado e ter uma família como qualquer homem, ao invés de ficar cagando regra para cima da vida dos outros. Veriam se era tão certinho na hora de espichar, quanto se mostrava na frente do juiz ao falar sobre ‘os delitos dos acusados’; era o primeiro obstáculo a eliminar, sabia demais.
Pensando bem, seria menos perigoso fazer primeiro a operação na casa do delegado, para depois trocar de carro. Não era muito difícil: os vários ‘levantamentos’ que os colegas tinham feito até um mês atrás, confirmavam que o idiota se sentia tão seguro que não botava seguranças. O “Maluco” tirou do bolso o papel sujo com o endereço do homem e o desenho da localização do apartamento, que sua mulher lhe entregara durante a visita no Domingo. Olhou para o “Paraíba” e o mandou seguir em frente. Passados uns vinte minutos, fulminou: ‘na próxima, vira à direita e continua adiante até onde eu mandar’.
O relógio da rua marcava as 3.50. O “Paraíba” estacionou onde o cúmplice ordenou. Seguiriam a pé. O “Maluco” olhou novamente o endereço e o mapa: ‘é aqui’, disse. Como já sabiam, o muro do prédio não era alto, bastava que um desse apoio ao outro para pular facilmente os 2.20 metros de altura. Para regressar, bastaria que o outro segurasse com firmeza a corda de cânhamo com nós que levavam na sacola. O “Maluco”, além de corajoso, era bem mais leve que o corpulento “Paraíba”. Mandou-o encostar-se no muro e fazer um estribo com as mãos. Depois, subiu, se firmou nos ombros do colega e pulou para o interior do jardim. Tudo em silêncio e tranqüilo, como previsto. Puxou o revólver da cintura e se encaminhou para a janela aberta. Do interior do quarto chegava a respiração compassada do condenado. Olhou pela janela e o viu, estava de costas, sozinho, –como esperado–, enrolado num cobertor azul. Antes de disparar os cinco tiros, verificou o endereço da placa, para se certificar mais uma vez de que estava certo. Era isso mesmo: Rua dos Ciprestes, 34, térreo.


Texto: Alberto Azcárate / Foto do autor: arquivo pessoal

domingo, 27 de setembro de 2009

limen


éranse que se eran
los hombres en la orilla
cuando sobraba tiempo
y muy lejos estaban los gendarmes

el cuerpo se nos iba en el asfalto
contraveniendo órdenes
salpicando veredas
de amor llenas las zanjas

que pasaba por ser amor

tal vez días enteros en las ramas

o tal vez era la noche

y eran varias las noches aquesas en la plaza
la plaza donde a pleno sol mirábamos
el sol con cristalitos

do livro "missa pedestris", de Mario Merlino, Editorial Verbum, 2000

sexta-feira, 25 de setembro de 2009

A fonte de inspiração (2)

El traductor poeta

Do jornal El Mundo / Por: Luis Antonio de Villena

Hombre de aspecto fuerte y cabeza rapada, muy cordial, Mario Merlino nació en Coronel Pringles, provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1948. Y estudió Letras en la Universidad del Sur, en Bahía Blanca. Pertenecía a ese grupo de argentinos (en general de alto nivel cultural) que tuvieron que exilarse al inicio de la terrible dictadura de Videla.
Merlino vino a España en 1976 (yo lo conocí por entonces) y aquí se ganó la vida dirigiendo talleres literarios y escribiendo un libro de Historia, El medievo cristiano, para la editorial que fundó en Madrid el también exilado periodista Abraham Rotemberg (padre de Ariel y Cecilia Roth). Merlino, cuya vocación última era la de poeta, escribió diversos libros para aficionarse a la literatura: Cómo jugar y divertirse con palabras o Cómo jugar y divertirse con periódicos entre otras obras divulgativas o para jóvenes. Persona de enorme vitalismo y muy comprometida con las causas de la izquierda y del colectivo homosexual, se dedicó a traducir (del italiano y sobre todo del portugués) alcanzando gran prestigio en ello. Tradujo obras de Natalia Ginzburg o Dacia Maraini, pero sobre todo de Jorge Amado, Nélida Piñón, Clarece Lispector y últimamente se había especializado en António Lobo Antunes. Por la traducción de Auto de los condenados, de este último novelista portugués, obtuvo Merlino el Premio Nacional de Traducción en 2004.
Su cuidadoso afán por mejorar el siempre endeble estatuto económico del traductor le llevó a ser elegido presidente de la ACEtt. Era también codirector de la revista sobre traducción Vasos comunicantes. Como sus amigos sabíamos, la poesía (para la que quizá tuvo menos tiempo) era su más profunda pasión literaria. En 1994, Mario Merlino fue uno de los poetas que acompañó al famoso recital que dio en Madrid Allen Ginsberg. En 2000 publicó su primer libro de poemas, Missa pedestris. Llegaron luego ediciones más limitadas, como los 150 ejemplares firmados y numerados, en edición especial, de Libaciones y otras voces, en 2004. Y finalmente, en 2006, su último libro de poemas, Arte cisoria.
Casado tras la ley de matrimonios de parejas del mismo sexo (aunque vivió una crisis matrimonial, nada más normal en la normalidad) Merlino llevaba algún tiempo sufriendo una dolencia hepática, a resultas de la cual falleció en la clínica de la Concepción. Su último trabajo — ya delicado — fue la traducción de la última novela de Lobo Antunes Manual de Inquisidores, aparecida en español hace pocos meses.
Mario Merlino, traductor y escritor, nació en 1948 en Coronel Pringles (Argentina), y falleció el 28 de agosto de 2009 en Madrid.

Para se conhecer a fonte de inspiração

Um pouco do que foi dito sobre Mario Merlino:

Premio nacional y mil cosas más

Do El País / Por: Ana Serrano Velasco, música, pintora e escritora

"Y bebí un vino fuerte, como sólo los audaces beben el placer."

(Konstantino Kavafis, traducción de José María Álvarez).


Así nos anunciaba, hace sólo dos años, que se iba a casar. Sí, vivió bebiéndose la vida a borbotones, con ansia, con pasión, como sólo los audaces o los locos pueden hacer, pero la vivió como quiso y arrastró a todos a los que amaba a vivir junto a él la mejor amistad, la ternura más grande.
Mario era un erudito, un poeta extraordinario, dolorido e intenso; el mejor traductor, que cuidaba las voces de los otros hasta hacerlas más bellas incluso. Políglota, periodista, lingüista, maestro; sus performances, que siempre tienen ese aire de cosa improvisada, eran de una intensidad y de una belleza que más parecían pequeños monólogos de nuestro mejor teatro, porque Mario era escritor y era actor y un recitador de bellísima voz adornada por su dulce acento argentino. Premio Nacional de traducción y mil cosas más, porque todo interesaba a Mario y todo lo tomaba como un reto personal; en todo se involucraba y de nada era aprendiz. Todo lo acometía con la profundidad de un profesional, apoyado por su talento extraordinario, hasta llegar a ser el hombre del Renacimiento que era nuestro Mario. Pero de todos sus saberes, de todo su legado, hablarán otros. Yo sólo quiero aquí recordar al amigo. Mario era, por encima de cualquier otra cosa, el mejor de los amigos, el más tierno y más atento; el que siempre lograba arrancar una sonrisa en el peor momento y cuyo regazo, que ofrecía generoso, acogía de un modo comparable al más cálido de la madre. Ser amigo de Mario era el mayor privilegio, hasta hacernos sentir que éramos especiales.
Nos decía, cuando al fin tuvo su piso, en el barrio de Chueca, que se había comprado las figuritas de un Nacimiento y que eso ya era estar en su casa, y reía feliz. Mario siempre estaba feliz. Una felicidad dulce, nada agresiva, que se empeñaba en compartir con todos. Y ha sido así: Mario ha embellecido todo lo que ha tocado, nos ha enseñado a todos a quitar importancia a lo que no la tenía y a disfrutar de lo que sí: la amistad y el amor que daba a manos llenas. Pero se nos ha ido. Era muy pronto aún; siempre es pronto aún y lo que no sabemos es qué vamos a hacer ahora sin Mario.
*A matéria que antecede este artigo está em
http://www.elpais.com/articulo/Necrologicas/Mario/Merlino/poeta/activista/traduccion/elpepinec/20090829elpepinec_2/Tes

Como começou

Criei primeiramente uma comunidade no Orkut, porque Mario Merlino é grande demais para caber apenas na minha página. Postei ali obituários publicados em 29 de agosto de 2009, nos principais jornais espanhóis.
Mas decidi ampliar o espaço dedicado a ele, trocando-o por outro, dedicado também às artes, especialmente as literárias, que ele amava como tudo na vida: de forma intensa, voraz e apaixonada. Sejam bem-vindos, Solange Noronha.